La microbiota intestinal es un universo microscópico que, aunque no lo veamos, influye en muchos aspectos de nuestra salud. Aunque durante muchos años fue conocida como “flora intestinal bacteriana” o simplemente “flora intestinal”, hoy sabemos que la microbiota intestinal constituye un complejo ecosistema de microorganismos que habitan en el intestino y que interactúan con nuestro organismo de forma simbiótica. De hecho, algunos autores la consideran “un órgano más” por su capacidad para influir en procesos tan diversos como la digestión, la inmunidad, el metabolismo o incluso el estado de ánimo.
La microbiota intestinal es el conjunto de microorganismos (principalmente bacterias) que habitan en el intestino humano, mayoritariamente en el colon. El intestino comienza a poblarse desde el momento del parto, y su composición se estabiliza durante los primeros años de vida. Factores como el tipo de parto, la lactancia materna, la alimentación, el uso de antibióticos y el entorno influyen en su desarrollo y diversidad.
La microbiota intestinal está compuesta principalmente por bacterias de los filos Firmicutes y Bacteroidetes, que suponen aproximadamente un 90% y, en menor medida, por los filos Actinobacteria, Proteobacteria, Fusobacteria y Verrumicrobia.
La microbiota intestinal no solo es diversa y única, sino también dinámica: cambia con la edad, el estilo de vida, el entorno y la dieta, entre otros factores. Su equilibrio es fundamental para la salud, y su alteración —conocida como disbiosis— se ha relacionado con múltiples enfermedades. En condiciones saludables, hablamos de una “microbiota sana”, en un estado de equilibrio llamado eubiosis. Cuando este equilibrio se rompe, puede producirse una disbiosis, caracterizada por un aumento de patógenos oportunistas, una reducción de bacterias comensales beneficiosas, o ambos fenómenos, lo que compromete la homeostasis intestinal y sistémica.
La microbiota intestinal no es solo una comunidad pasiva, sino un actor clave en múltiples procesos fisiológicos. Entre sus funciones más relevantes, se encuentran:
Aunque a menudo se usan como sinónimos, microbiota y microbioma no significan exactamente lo mismo.
En concreto, en el estudio del microbioma humano, destaca el Human Microbiome Project (HMP), un proyecto impulsado por el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos (NIH), que ha contribuido a caracterizar la diversidad microbiana del cuerpo humano y a comprender su papel en la salud y en diversas patologías.
Cabe mencionar que, en algunos contextos, especialmente en el uso más estricto, microbioma se ha empleado exclusivamente para referirse al conjunto del material genético de la microbiota (lo que hoy suele llamarse metagenoma).
La dieta es uno de los factores que más influyen en la composición y diversidad de la microbiota intestinal. En concreto, una dieta rica en fibra, como la dieta mediterránea o la dieta vegetariana, favorece el crecimiento de bacterias beneficiosas productoras de AGCC, como el butirato, que sirven como fuente de energía para las células del colon, refuerzan la integridad de la barrera epitelial y modulan la inflamación. Este tipo de alimentación rica en fibra puede considerarse una “alimentación prebiótica” porque estimula selectivamente el crecimiento y la actividad de microorganismos beneficiosos en el intestino.
Más allá de centrarse en alimentos individuales, lo más importante es adoptar un patrón alimentario saludable y equilibrado, como la dieta mediterránea, rica en alimentos de origen vegetal, fibra, polifenoles y grasas saludables. Además, la respuesta de la microbiota a la dieta puede variar entre personas según factores como la genética, el entorno, el uso de antibióticos y la dieta previa. Aún se necesitan más estudios para establecer relaciones causales firmes entre alimentos concretos y cambios específicos en la microbiota.
Para mantener una microbiota equilibrada (eubiosis) y prevenir una microbiota alterada (disbiosis), que se ha asociado con diversas enfermedades, se recomienda:
En casos de disbiosis, el tratamiento de la microbiota alterada puede incluir cambios en la dieta y el estilo de vida, y el uso de probióticos, prebióticos o simbióticos (probióticos + prebióticos), bajo supervisión por parte de un profesional de la salud.
Matenchuk BA, Mandhane PJ, Kozyrskyj AL. Sleep, circadian rhythm, and gut microbiota. Sleep Med Rev. 2020;53:101340.
Los carbohidratos, también conocidos como hidratos de carbono o glúcidos, son uno de los tres macronutrientes junto con las proteínas y las grasas. Aunque muchas personas los asocian con alimentos como el pan o la pasta, lo cierto es que están presentes en una gran variedad de alimentos: leche, frutas, verduras, etc. Sigue leyendo para descubrir qué son los carbohidratos, los diferentes tipos que existen, su función en el organismo y cómo se encuentran específicamente en los lácteos.
Los carbohidratos son compuestos orgánicos formados fundamentalmente por carbono (C), hidrógeno (H) y oxígeno (O), cuya función principal es proporcionar energía. Cuando se habla de carbohidratos, qué son y cómo actúan en el cuerpo, es importante entender que no todos son iguales ni tienen el mismo efecto en el organismo.
Los carbohidratos están presentes en una amplia variedad de alimentos. Entre los alimentos que son fuente de hidratos de carbono en la dieta se encuentran los cereales (como la pasta o el arroz), los tubérculos (como la patata), las legumbres, las frutas, las verduras y los lácteos. También se encuentran, pero no de forma natural, en los azúcares añadidos en alimentos procesados y bebidas.
Los carbohidratos suelen clasificarse en base a su estructura química:
Cada tipo de carbohidrato tiene un impacto diferente en el cuerpo. Por ejemplo, los monosacáridos, como la glucosa, se absorben rápidamente, mientras que los polisacáridos, como el almidón, al ser más complejos, tienden a digerirse más lentamente, proporcionando energía de forma más prolongada y sostenida. Sin embargo, también influye el tipo de alimento que lo contiene y cómo se prepara: por ejemplo, el almidón se digiere más rápidamente en el puré de patata que en la pasta integral, provocando un aumento más rápido de la glucosa en sangre.
Los monosacáridos y disacáridos también pueden clasificarse como azúcares simples. En cambio, el término “azúcar” en singular, se utiliza para referirse a la sacarosa o azúcar de mesa.
Además, es importante distinguir entre los distintos tipos de azúcares: los azúcares intrínsecos están presentes de forma natural en los alimentos (por ejemplo, la lactosa en la leche); los azúcares añadidos son incorporados durante el procesamiento o preparación de los alimentos; y los azúcares libres abarcan tanto los añadidos como los presentes de forma natural en miel, jarabes y zumos de frutas. La OMS recomienda limitar el consumo de azúcares libres a menos del 10 % de la ingesta calórica total diaria.
Dentro de los distintos carbohidratos hay un tipo especial: la fibra dietética. Se trata de compuestos presentes en alimentos de origen vegetal —como frutas, verduras, legumbres y cereales integrales— que son resistentes a la digestión y absorción en el intestino delgado. La fibra abarca un conjunto de carbohidratos no digeribles, entre los que se incluyen polisacáridos no almidonados (celulosa, hemicelulosa, pectina, mucílagos, gomas, inulina), oligosacáridos como los FOS y los GOS, almidón resistente y lignina (que aunque no es un carbohidrato, se considera fibra por su comportamiento fisiológico similar). En adultos, la OMS recomienda consumir al menos 25 g al día de fibra dietética presente de forma natural en los alimentos.
Los hidratos de carbono desempeñan múltiples funciones esenciales:
Por ello, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) propone que los carbohidratos aporten entre el 45 % y el 60 % de la ingesta calórica total diaria, tanto en adultos como en niños mayores de un año.
Los lácteos, como la leche, el yogur o el queso, contienen carbohidratos en forma de lactosa de manera natural, un disacárido compuesto por los monosacáridos glucosa y galactosa. La cantidad de lactosa varía según el tipo de lácteo, su proceso de elaboración o su grado de maduración.
Sí, la leche contiene hidratos de carbono de manera natural en forma de lactosa: aproximadamente 4,5 gramos por cada 100 ml de leche de vaca. La cantidad de lactosa suele mantenerse constante tanto en la leche entera, como en la semidesnatada y la desnatada.
No existe una leche completamente libre de carbohidratos de forma natural, ya que la lactosa es un componente intrínseco de la leche.
Sin embargo, a pesar de contener azúcares, la leche tiene un índice glucémico bajo. Esto significa que su consumo provoca un aumento moderado y sostenido de la glucosa en sangre, lo que la convierte en una buena opción incluso para personas que buscan controlar su glucemia.
Además, es importante recalcar que la leche sin lactosa sí contiene hidratos de carbono, solo que en forma de glucosa y galactosa.
Sí, pero no todos los quesos tienen la misma cantidad de hidratos de carbono (lactosa): su contenido varía en función del grado de maduración. Los quesos curados o muy maduros contienen cantidades mínimas de carbohidratos, ya que la lactosa se degrada durante el proceso de maduración. En cambio, los quesos frescos, conservan más lactosa.
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EFSA. Panel on Dietetic Products, Nutrition and Allergies (NDA). Scientific Opinion on Dietary Reference Values for carbohydrates and dietary fibre. EFSA J 2010;8(3):1462.
Organización Mundial de la Salud. (2023). Ingesta de carbohidratos en adultos y niños: resumen de la directriz de la OMS.
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La leche es uno de los alimentos más completos que existen: aporta proteínas, grasas, vitaminas, minerales, pero… ¿La leche tiene azúcar? La respuesta es sí, pero es importante entender qué tipo de azúcar (carbohidrato) contiene, en qué cantidad y por qué no debe confundirse con el “azúcar de mesa”. En este artículo, aclaramos todas estas cuestiones.
Sí, la leche tiene azúcar, pero no en el sentido en que comúnmente se entiende el término “azúcar” como sinónimo de azúcar de mesa o sacarosa. El azúcar presente en la leche es la lactosa, un tipo de glúcido o hidrato de carbono que forma parte de su composición de forma natural.
La lactosa es un disacárido compuesto por dos azúcares más sencillos: glucosa y galactosa. Está presente de forma natural en la leche y no se trata de un azúcar añadido durante el procesamiento. Por lo tanto, cuando hablamos de que la leche contiene azúcar, nos referimos a un azúcar intrínseco, no a un azúcar añadido.
La cantidad de azúcar (lactosa) que contiene la leche de vaca es de media 4,6 g – 4,7 g por cada 100 ml.
Es importante destacar que esta cantidad no varía significativamente entre la leche entera, semidesnatada o desnatada, ya que el contenido de lactosa no depende de la cantidad de grasas. Por tanto, si te preguntas cuánto azúcar tiene la leche entera, la respuesta es que tiene prácticamente la misma que en otras versiones.
La leche contiene lactosa de manera natural. Concretamente, la lactosa es un disacárido; es decir, un azúcar o carbohidrato compuesto a su vez por dos azúcares más sencillos: la glucosa y la galactosa.
La lactosa es el hidrato de carbono mayoritario de la leche, y no debe confundirse con la sacarosa (azúcar de mesa). Su función va mucho más allá de aportar energía: participa en procesos clave del organismo.
Por ejemplo, la galactosa que forma parte de la lactosa interviene en la síntesis de glucolípidos cerebrósidos, compuestos esenciales para el desarrollo neurológico temprano, y en la formación de glucoproteínas, que cumplen funciones estructurales y metabólicas. Además, la lactosa facilita la absorción de calcio en el intestino, lo que refuerza el papel de la leche como fuente de este mineral fundamental para fortalecer huesos y dientes.
Aunque en cantidades muy pequeñas, la leche contiene otros hidratos de carbono no absorbibles, como los oligosacáridos, que podrían tener propiedades prebióticas para la microbiota intestinal, actuando como una fibra soluble.
Una duda frecuente es si la leche sin lactosa tiene azúcar. La respuesta es sí, pero no se trata de azúcares añadidos. La diferencia es que en este tipo de leche, la lactosa ha sido previamente descompuesta en sus dos azúcares simples: glucosa y galactosa. Este proceso se realiza mediante la adición de enzima lactasa, lo que permite que personas con intolerancia a la lactosa puedan digerirla sin molestias.
Aunque la lactosa ya no está presente como tal, la leche sin lactosa sigue conteniendo azúcares (glucosa y galactosa), y su contenido total de hidratos de carbono es muy similar al de la leche tradicional. De hecho, puede percibirse como más dulce debido a que la glucosa y la galactosa tienen un sabor ligeramente más dulce que la lactosa, aunque no se haya añadido azúcar.
Si bien la leche contiene azúcar en forma de lactosa, este tipo de azúcar es natural, intrínseco y no añadido. Por tanto, no es necesario evitar la leche por su contenido de azúcar, especialmente si no existe intolerancia a la lactosa.
En resumen:
Tanto la leche entera, como la semidesnatada, la desnatada o la sin lactosa contienen azúcares de forma natural, no añadidos, y su consumo es perfectamente compatible con una dieta saludable y equilibrada.
Bibliografía
Las alergias e intolerancias alimentarias afectan cada vez a un mayor número de personas. Entre el 1 y el 3 % de las personas sufren alergias alimentarias, con consecuencias adversas para la salud como resultado del consumo de determinados alimentos. Aunque a menudo el término intolerancia alimentaria y el término alergia alimentaria se confunden, se trata de dos reacciones adversas a los alimentos muy diferentes, con distintas causas y síntomas.
Muchas personas no tienen muy clara la diferencia entre alergia e intolerancia alimentaria. Una alergia alimentaria es una reacción adversa debida a un mecanismo inmunológico (mediado o no mediado por inmunoglobulina E (IgE)). Puede desencadenarse incluso con cantidades mínimas del alimento implicado y generar desde síntomas leves hasta reacciones graves, como la anafilaxia. Las proteínas presentes en los alimentos implicados -los llamados alérgenos- son las responsables de esta respuesta.
En cambio, una intolerancia alimentaria es una reacción adversa no inmunológica. Se produce cuando el cuerpo no es capaz de digerir o metabolizar correctamente ciertos componentes de los alimentos. Las intolerancias alimentarias suelen ser más difíciles de caracterizar, ya que pueden estar causadas por componentes alimentarios no proteicos (la lactosa, por ejemplo). En el caso de la intolerancia a la lactosa, el organismo no produce suficiente lactasa, la enzima necesaria para descomponer este azúcar. Este tipo de reacciones suelen depender de la cantidad ingerida y no son tan graves como las alergias, aunque sí pueden causar un malestar importante en las personas que la sufren.
Los síntomas de una alergia alimentaria varían en intensidad y velocidad de manifestación. Las alergias alimentarias se producen cuando el sistema inmunitario reacciona ante un alimento que, en personas no alérgicas, sería inofensivo. Esta respuesta se activa cuando una persona sensibilizada entra en contacto con ese alimento, ya sea al ingerirlo (la forma más habitual) o, en casos más severos, simplemente al tocarlo o inhalar partículas en el aire.
Desde el punto de vista inmunológico, se distinguen dos tipos principales de alergia alimentaria:
Los síntomas más comunes de las alergias alimentarias suelen afectar a la piel (como enrojecimiento, picor, urticaria o hinchazón en labios y párpados), al sistema digestivo (dolor abdominal tipo cólico, vómitos, diarrea, picor en boca y garganta) y al sistema respiratorio (rinitis o incluso asma inducida por alimentos).
En los casos más graves, la reacción puede escalar a un shock anafiláctico, una respuesta sistémica que compromete varios órganos simultáneamente, y que requiere intervención médica urgente y puede llegar a ser mortal si no se trata a tiempo.
Por el contrario, los síntomas de las intolerancias alimentarias están relacionados principalmente con el sistema digestivo y suelen aparecer de forma más lenta, generalmente entre una y varias horas después de la ingesta del alimento. Los signos más frecuentes incluyen hinchazón abdominal, flatulencia, cólicos, diarrea y náuseas. A diferencia de las reacciones alérgicas, su intensidad suele depender de la cantidad consumida y del umbral de tolerancia individual. Esto significa que algunas personas pueden tolerar pequeñas cantidades sin presentar síntomas. Además, este tipo de reacciones no implican riesgo vital ni afectan al sistema inmunitario, aunque pueden interferir de forma significativa en la calidad de vida si no se identifican y gestionan correctamente.
Los alimentos que provocan alergias alimentarias no son los mismos en todas las etapas de la vida. Según la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN), el 75 % de las reacciones alérgicas en la infancia se deben a solo cinco alimentos: el huevo, el cacahuete, la leche de vaca, el pescado y los frutos de cáscara como nueces, almendras o avellanas. La alergia a la proteína de la leche de vaca (APLV) y la alergia al huevo son ejemplos típicos de alergias alimentarias en bebés. Sin embargo, en adultos, la situación cambia significativamente: alrededor del 50 % de las reacciones alérgicas se deben a la alergia al apio, la alergia a los frutos de cáscara (frutos secos) y la alergia a los cacahuetes.
Parte de esta evolución puede explicarse por factores de exposición: por ejemplo, la leche es un alimento básico en la dieta infantil, mientras que el consumo de mariscos es más frecuente en adolescentes y adultos. Sin embargo, también se cree que intervienen procesos de maduración inmunológica y fisiológica, lo que justificaría en parte por qué algunas alergias desaparecen y otras persisten o se manifiestan más adelante en la vida.
Todos estos alimentos están incluidos entre los alérgenos de declaración obligatoria según el Reglamento (UE) 1169/2011, lo que significa que su presencia debe estar claramente indicada en el etiquetado, incluso en trazas, para proteger a quienes padecen alergias e intolerancias alimentarias.
En la Unión Europea, existen 14 alérgenos de declaración obligatoria que deben aparecer claramente indicados en el etiquetado de los alimentos o estar a disposición del consumidor en el caso de alimentos no envasados. Esta normativa busca proteger a las personas con alergias e intolerancias, ya que incluso cantidades mínimas de estos alimentos pueden desencadenar reacciones adversas.
1. Cereales que contengan gluten, a saber: trigo (como espelta y trigo khorasan), centeno, cebada, avena o sus variedades híbridas y productos derivados, salvo:
a) jarabes de glucosa a base de trigo, incluida la dextrosa;
b) maltodextrinas a base de trigo;
c) jarabes de glucosa a base de cebada;
d) cereales utilizados para hacer destilados alcohólicos, incluido el alcohol etílico de origen agrícola.
2. Crustáceos y productos a base de crustáceos.
3. Huevos y productos a base de huevo.
4. Pescado y productos a base de pescado, salvo:
a) gelatina de pescado utilizada como soporte de vitaminas o preparados de carotenoides;
b) gelatina de pescado o ictiocola utilizada como clarificante en la cerveza y el vino.
5. Cacahuetes y productos a base de cacahuetes.
6. Soja y productos a base de soja, salvo:
a) aceite y grasa de semilla de soja totalmente refinados;
b) tocoferoles naturales mezclados (E306), d-alfa tocoferol natural, acetato de d-alfa tocoferol natural y succinato de d-alfa tocoferol natural derivados de la soja;
c) fitosteroles y ésteres de fitosterol derivados de aceites vegetales de soja;
d) ésteres de fitostanol derivados de fitosteroles de aceite de semilla de soja.
7. Leche y sus derivados (incluida la lactosa), salvo:
a) lactosuero utilizado para hacer destilados alcohólicos, incluido el alcohol etílico de origen agrícola;
b) lactitol.
8. Frutos de cáscara, es decir: almendras (Amygdalus communis L.), avellanas (Corylus avellana), nueces (Juglans regia), anacardos (Anacardium occidentale), pacanas [Carya illinoensis (Wangenh.) K. Koch], nueces de Brasil (Bertholletia excelsa), pistachos (Pistacia vera), nueces macadamia o nueces de Australia (Macadamia ternifolia) y productos derivados, salvo los frutos de cáscara utilizados para hacer destilados alcohólicos, incluido el alcohol etílico de origen agrícola.
9. Apio y productos derivados.
10. Mostaza y productos derivados, excepto:
ácido behénico con un mínimo del 85 % de pureza y obtenido tras dos fases de destilación utilizado en la fabricación de los emulgentes E470a, E471 y E477.
11. Granos de sésamo y productos a base de granos de sésamo.
12. Dióxido de azufre y sulfitos en concentraciones superiores a 10 mg/kg o 10 mg/litro en términos de SO2 total, para los productos listos para el consumo o reconstituidos conforme a las instrucciones del fabricante.
13. Altramuces y productos a base de altramuces.
14. Moluscos y productos a base de moluscos.
La lisina es un aminoácido esencial que cumple importantes funciones en el organismo, desempeñando un papel necesario en la síntesis de proteínas. Aunque muchas veces puede pasar desapercibida en comparación con otros nutrientes, tiene un rol crucial en el crecimiento y en el desarrollo. Sigue leyendo para descubrir qué es la lisina, para qué sirve, en qué alimentos se encuentra y las consecuencias de su deficiencia.
La lisina fue aislada por primera vez en 1889 a partir de la caseína de la leche y es uno de los nueve aminoácidos esenciales, lo que significa que el cuerpo humano no puede sintetizarla por sí mismo y debe obtenerla obligatoriamente a través de la dieta.
Los aminoácidos son las unidades básicas que forman las proteínas. De los 20 aminoácidos que utiliza el cuerpo humano, 9 de ellos son esenciales: la lisina, la leucina, la isoleucina, la valina, la treonina, la metionina, la fenilalanina, el triptófano y la histidina.
La lisina participa en múltiples funciones fisiológicas esenciales. Sus propiedades más destacadas son:
Aunque la European Food Safety Authority (EFSA) no aprueba beneficios específicos para la lisina de forma aislada, sí reconoce los efectos positivos para la salud de las proteínas como macronutriente, de las cuales la lisina es un componente esencial:
La lisina se encuentra en alimentos ricos en proteínas, especialmente de origen animal. Las proteínas de origen animal son proteínas completas, es decir, suministran todos los aminoácidos esenciales que el cuerpo no puede producir por sí mismo, incluida la lisina.
Algunos ejemplos destacados:
Sin embargo, algunos alimentos de origen vegetal también aportan cantidades destacables de lisina, por lo que es importante asegurar su consumo, especialmente en dietas vegetarianas/veganas:
Como curiosidad, 250 ml de leche semidesnatada contienen aproximadamente 583 mg de lisina.
Aunque los cereales son una fuente importante de energía, sus proteínas son deficitarias en lisina, lo que limita su valor nutricional; por esto se dice que la lisina es “el aminoácido limitante” en los cereales. Esto significa que, aunque contengan proteínas, la falta de lisina impide que el cuerpo utilice eficientemente el resto de los aminoácidos para construir proteínas.
La complementación proteica consiste en combinar alimentos con perfiles de aminoácidos complementarios para obtener una proteína completa. Este principio es especialmente importante en dietas vegetarianas/veganas o en regiones donde los cereales son la base alimentaria. Ejemplos comunes:
Las recomendaciones varían según la edad y el estado fisiológico. Según el informe técnico conjunto de la FAO/OMS/UNU (2007):
En países desarrollados, la cantidad diaria de lisina recomendada se puede obtener fácilmente con una dieta equilibrada, que incluya proteínas de alta calidad, bien sean de origen animal o vegetal bien combinadas (por ejemplo, legumbres y cereales).
La deficiencia de lisina no es común en dietas equilibradas, pero puede presentarse en personas con dietas basadas en cereales refinados o con bajo contenido proteico.
En general, no es necesario tomar suplementos de lisina si se sigue una dieta saludable, variada y que incluya proteínas de calidad. No obstante, en contextos donde predominan los cereales (por ejemplo arroz, trigo o maíz) como fuente principal de proteínas (como es el caso en algunas regiones en desarrollo), la suplementación puede ser útil para mejorar la calidad proteica de la dieta y apoyar el crecimiento y la salud general, especialmente en niños.
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2. EFSA Panel on Dietetic Products, Nutrition and Allergies (NDA). Scientific Opinion on the substantiation of health claims related to L-lysine and immune defence against herpes virus (ID 453), maintenance of normal blood LDL-cholesterol concentrations (ID 454, 4669), increase in appetite leading to an increase in energy: L-lysine related health claims. EFSA J. 2011;9(4):2063.
3. Informe del Comité Científico de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN) sobre condiciones de uso de determinadas sustancias distintas de vitaminas, minerales y plantas para ser empleadas en complementos alimenticios – 1. 2012.
La grasa es el segundo componente mayoritario en la leche de vaca, después de la lactosa. En la leche, la grasa vehiculiza vitaminas liposolubles como la vitamina A y la vitamina D, además de compuestos bioactivos con interés para la salud. También contribuye a la palatabilidad de los productos lácteos, mejorando su sabor y textura.
La grasa láctea es el componente lipídico de la leche y sus derivados. Su contenido varía según la especie animal, siendo del 3 % al 4 % en la leche entera de vaca. Está compuesta principalmente por triglicéridos, organizados en glóbulos grasos recubiertos por una membrana especializada: la membrana del glóbulo de grasa de la leche (MFGM, por sus siglas en inglés).
Estos glóbulos de grasa están emulsificados en la fase acuosa de la leche. Su núcleo contiene lípidos no polares (triglicéridos), rodeados por una membrana formada por lípidos polares (principalmente fosfolípidos y esfingolípidos) y proteínas. Esta compleja membrana actúa como barrera natural que protege a los triglicéridos frente a la lipólisis y la oxidación.
La grasa de la leche de vaca está compuesta en su mayoría por triglicéridos (más del 98 %), junto con pequeñas cantidades de diglicéridos, monoglicéridos, fosfolípidos, colesterol y ácidos grasos libres. Esta compleja matriz lipídica presenta una enorme diversidad: se han identificado más de 400 tipos de ácidos grasos, aunque algunos en cantidades muy pequeñas.
La grasa de la leche es fuente de antioxidantes lipofílicos, entre los que se encuentran: el ácido linoleico conjugado (CLA, por sus siglas en inglés), los fosfolípidos y las vitaminas A y D. Contiene ácidos grasos de cadena corta como el butírico y el caproico y de cadena media como el caprílico y cáprico, que constituyen del 8 al 12% del total de ácidos grasos. Asimismo, la grasa de los productos lácteos es la principal fuente natural de CLA en nuestra alimentación. La leche entera de vaca también contiene aproximadamente un 2% de ácidos grasos saturados (AGS). Dentro de los ácidos grasos monoinsaturados, está presente el oleico (18:1) y dentro de los poliinsaturados el linoleico (18:2) y el alfa-linolénico (18:3); estos dos últimos comúnmente conocidos respectivamente como omega 6 y omega 3, ambos con carácter esencial.
Aunque durante años la grasa láctea ha sido señalada como perjudicial, por su contenido en ácidos grasos saturados, la evidencia científica más reciente desmiente esta creencia. En el contexto de una dieta saludable y equilibrada, el consumo de productos lácteos enteros no se asocia con un mayor riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares. De hecho, al comparar los efectos de consumir lácteos enteros y bajos en grasa, no se observaron diferencias significativas entre ambos respecto a marcadores de riesgo cardiovascular.
Otro aspecto relevante es la presencia de ácidos grasos trans de origen natural, muy distintos a los trans industriales asociados a riesgos cardiovasculares. El más estudiado es el CLA. Los ácidos grasos trans se generan por procesos naturales en el rumen del ganado y se encuentran en muy baja proporción (menos del 5% del total de ácidos grasos de la leche). En el contexto de una dieta saludable, no se han asociado a efectos perjudiciales. De hecho, al CLA se le atribuyen efectos protectores frente a las enfermedades cardiovasculares.
En conclusión, el consumo de lácteos enteros como leche, yogur o queso, no se asocia con un aumento en el riesgo cardiovascular o la mortalidad. De hecho, los estudios más recientes sugieren que podría tener un papel neutro e incluso protector. Uno de los motivos es que los efectos de los lácteos no pueden entenderse solo por su contenido graso, sino dentro del contexto de su matriz nutricional: una estructura compleja donde interactúan grasa, proteínas, calcio y otros micronutrientes y componentes bioactivos, que modifican su impacto metabólico.
Aunque la grasa láctea como tal no contiene lactosa, ya que la lactosa es un azúcar hidrosoluble presente en la fase acuosa de la leche, puede existir riesgo de trazas cuando se utiliza como ingrediente en productos alimenticios.
Por ejemplo, en ingredientes etiquetados como “grasa láctea” o “grasas de la leche”, es posible que haya pequeñas cantidades residuales de lactosa. Por este motivo, la Asociación de Intolerantes a la Lactosa (ADILAC) incluye la grasa de la leche en su lista de “alimentos prohibidos”, como medida de precaución. Esto no implica que sea perjudicial para todas las personas con intolerancia a la lactosa, ya que depende siempre del nivel de tolerancia individual, pero en casos severos se recomienda revisar el etiquetado, ya que la leche y sus derivados (incluida la lactosa) son alérgenos de declaración obligatoria según el Reglamento (UE) nº 1169/2011 sobre información alimentaria ofrecida al consumidor.
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European Dairy Association. Milk Fat: Nutrition Factsheet. 2025. Disponible en:
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