
La leche sin lactosa se ha convertido en una opción habitual en los supermercados y está pensada para responder a una necesidad concreta: permitir que aquellas personas con malabsorción e intolerancia a la lactosa puedan seguir consumiendo lácteos. Pero ¿qué beneficios tiene la leche sin lactosa? ¿Y qué diferencias hay entre los distintos tipos de leche sin lactosa?
La lactosa es el principal azúcar o carbohidrato de la leche. Está formada por dos azúcares más sencillos (monosacáridos): glucosa y galactosa. Para digerirla, el cuerpo necesita una enzima llamada lactasa, que se produce en el intestino delgado. En muchas personas, tras la lactancia, la actividad de esta enzima disminuye paulatinamente, por lo que la lactosa llega intacta al intestino grueso donde es fermentada por las bacterias, lo que puede provocar síntomas como hinchazón, gases o diarrea.
Este fenómeno se conoce como lactasa no persistente (LNP), y es el patrón genético más común a nivel mundial. De hecho, se estima que alrededor del 68 % de la población mundial presenta algún grado de malabsorción de lactosa. Sin embargo, no todas estas personas desarrollan síntomas. La intolerancia a la lactosa solo se produce cuando la malabsorción genera molestias gastrointestinales tras el consumo de alimentos con lactosa. La prevalencia de LNP varía: es muy baja en poblaciones del norte de Europa, donde tradicionalmente el consumo de lácteos es mayor, pero muy alta en muchas regiones de Asia, África y América del Sur. En España, se estima alrededor del 35 % de los adultos sanos tienen algún grado de hipolactasia.
La leche sin lactosa permite a los adultos con intolerancia a la lactosa mantener el consumo recomendado de lácteos (3 lácteos al día), sin necesidad de eliminarlos de la dieta, y disfrutar de todos sus beneficios, pero sin experimentar los síntomas asociados (gases, hinchazón, diarrea…). Desde el punto de vista nutricional, la leche sin lactosa es comparable a la leche convencional. La única diferencia es que se descompone la lactosa dando lugar a glucosa y galactosa. Esto permite que personas con malabsorción puedan digerirla sin molestias.
Los beneficios del consumo de leche sin lactosa para la salud son los mismos que los derivados de la leche tradicional, ya que conserva todos nutrientes, a excepción de la lactosa. Es decir, la leche sin lactosa, al igual que la leche tradicional, es fuente de proteínas de alta calidad y calcio de fácil absorción, ambos nutrientes esenciales para la salud ósea y muscular, entre otras importantes funciones. Además, aporta también vitaminas del grupo B, como la B2 y la B12 y, en menor medida, minerales como el fósforo, el potasio, el yodo, el zinc, el magnesio o el selenio.
Dentro de los distintos tipos de leche sin lactosa, en Central Lechera Asturiana disponemos de tres variedades distintas: Leche Entera sin lactosa, Leche Semidesnatada sin lactosa y Leche Desnatada sin lactosa.
Todas estas variedades permiten a las personas con intolerancia a la lactosa seguir beneficiándose de los nutrientes de la leche sin necesidad de eliminar los lácteos de su dieta. Además, al estar disponibles en diferentes formatos, facilitan la elección según las necesidades nutricionales y preferencias individuales.
Fundación Española del Aparato Digestivo (FEAD). Puesta al día en común en la intolerancia a la lactosa. 1ª ed. Madrid: FEAD; 2017. ISBN: 978-84-617-6370-2. Disponible en: https://admin.sepd.es/storage/SEPD_Lactosa.pdf
Zingone F, Bertin L, Maniero D, Palo M, Lorenzon G, Barberio B, et al. Myths and facts about food intolerance: A narrative review. Nutrients. 2023;15(23):4969. Disponible en: http://dx.doi.org/10.3390/nu15234969
Dekker PJT, Koenders D, Bruins MJ. Lactose-free dairy products: Market developments, production, nutrition and health benefits. Nutrients. 2019;11(3):551. Disponible en: http://dx.doi.org/10.3390/nu11030551

Los lácteos enteros son aquellos lácteos que no han sido sometidos a procesos de desnatado. Esto les confiere una textura más cremosa, un sabor más intenso, y una composición nutricional distinta a la de sus versiones desnatadas o bajas en grasa. La grasa de la leche tiene una composición única y compleja: se han identificado más de 400 tipos de ácidos grasos distintos, muchos de ellos exclusivos de la grasa láctea.
Durante años, se ha recomendado limitar el consumo de grasa saturada debido a su relación con el aumento del colesterol LDL y el riesgo cardiovascular, lo que ha llevado promover el consumo de lácteos bajos en grasa o desnatados. Sin embargo, la evidencia científica actual cuestiona esta idea y sugiere que los lácteos enteros (leche, yogur, queso) no solo no son perjudiciales, sino que podrían tener beneficios para la salud cardiometabólica.
Los lácteos enteros normalmente hacen referencia a la leche y productos lácteos derivados, que no hayan sido sometidos a procesos de desnatado, ya sea parcial o totalmente: leche entera (con un contenido mínimo de un 3,5 % de materia grasa), yogur natural entero y quesos elaborados con leche entera. La nata y la mantequilla, debido a su proceso de elaboración y su composición, se suelen considerar grasas lácteas, más que productos lácteos enteros.
Los lácteos enteros conservan la matriz láctea original (es decir, cómo se organizan y cómo interactúan entre sí los macronutrientes, micronutrientes y compuestos bioactivos presentes en los lácteos), que incluye no solo grasa, sino también proteínas, minerales, vitaminas, microorganismos en el caso de los lácteos fermentados y compuestos bioactivos como la membrana de los glóbulos de grasa de la leche (MFGM). Esta compleja matriz láctea parece jugar un papel clave en cómo el cuerpo metaboliza los nutrientes de los lácteos, modulando así el impacto de sus componentes individuales.
La investigación reciente ha puesto en entredicho la idea de que deba de reducirse el consumo de lácteos enteros (leche, yogur y queso) y que deban sustituirse por lácteos desnatados o bajos en grasa en la población general. De hecho, varios estudios han encontrado efectos neutros o incluso beneficiosos para la salud derivados del consumo de lácteos enteros.
La elección entre lácteos enteros o desnatados depende de varios factores nutricionales y personales. Los lácteos enteros destacan por su mayor contenido en vitaminas liposolubles, como la vitamina A, y ofrecen una textura más cremosa y un sabor más intenso. Por su parte, los lácteos desnatados aportan menos grasa y, por tanto, menos calorías, pero mantienen el resto de nutrientes propios de la leche, como las proteínas de alta calidad, los minerales como el calcio de fácil absorción y las vitaminas hidrosolubles, aunque su contenido en vitaminas liposolubles es menor.
La evidencia acumulada en metaanálisis recientes —tanto de estudios observacionales como de ensayos clínicos— indica que los lácteos enteros, especialmente el yogur y el queso, no provocan los efectos negativos sobre el perfil lipídico ni sobre la presión arterial que se les atribuía por su contenido en sodio y grasa saturada. De hecho, no se asocian con mayor riesgo de enfermedad cardiovascular ni de diabetes tipo 2, y en algunos casos podrían tener un efecto protector.
Por tanto, para la población general, ambos tipos de lácteos pueden formar parte de una dieta saludable, y la elección debería basarse en las necesidades energéticas, preferencias personales y el contexto global de la alimentación.
Existen estudios sobre algunos ácidos grasos saturados (AGS) de la grasa de leche en los que se evidencia que no todos los tipos de AGS tienen el mismo efecto sobre las concentraciones de colesterol plasmático. La grasa de los lácteos enteros contiene ácidos grasos de cadena corta y media, que se absorben y utilizan rápidamente como energía, sin aumentar el colesterol ni acumularse en el tejido adiposo. El ácido esteárico es neutro para la salud cardiovascular, y el ácido oleico, un tipo de ácido graso monoinsaturado (25-30% del total de ácidos grasos de la leche), ayuda a reducir la colesterolemia.
El efecto de la grasa láctea sobre los lípidos sanguíneos depende de la matriz alimentaria en la que están contenidos los ácidos grasos. Solo una parte de los ácidos grasos saturados de la leche podría considerarse menos favorable si se consume en exceso y de forma aislada, algo que no ocurre en el contexto de los productos lácteos enteros, donde la matriz láctea y otros nutrientes modulan su efecto. Además, los lácteos enteros son fuente de CLA, con posibles efectos protectores cardiovasculares.
En conjunto, la composición de la grasa y la matriz única de los lácteos explican por qué los lácteos enteros no tienen un efecto negativo, sino neutro, sobre el colesterol o el riesgo cardiovascular, en el contexto de una dieta saludable y equilibrada.
Astrup A, Geiker NRW, Magkos F. Effects of full-fat and fermented dairy products on cardiometabolic disease: Food is more than the sum of its parts. Adv Nutr. 2019;10(5):924S-930S. http://dx.doi.org/10.1093/advances/nmz069
Pokala A, Kraft J, Taormina VM, Michalski M-C, Vors C, Torres-Gonzalez M, et al. Whole milk dairy foods and cardiometabolic health: dairy fat and beyond. Nutr Res. 2024;126:99–122. http://dx.doi.org/10.1016/j.nutres.2024.03.010
Bhavadharini B, Dehghan M, Mente A, Rangarajan S, Sheridan P, Mohan V, et al. Association of dairy consumption with metabolic syndrome, hypertension and diabetes in 147 812 individuals from 21 countries. BMJ Open Diabetes Research & Care. 2020;8:e000826. https://doi.org/10.1136/bmjdrc-2019-000826
Torres-Gonzalez M, Rice Bradley BH. Whole-Milk Dairy Foods: Biological Mechanisms Underlying Beneficial Effects on Risk Markers for Cardiometabolic Health. Adv Nutr. 2023;14(6):1523-1537. https://doi.org/10.1016/j.advnut.2023.09.001
Taormina VM, Unger AL, Kraft J. Full-fat dairy products and cardiometabolic health outcomes: Does the dairy-fat matrix matter? Front Nutr. 2024;11:1386257. http://dx.doi.org/10.3389/fnut.2024.1386257
Hirahatake KM, Astrup A, Hill JO, Slavin JL, Allison DB, Maki KC. Potential cardiometabolic health benefits of full-fat dairy: The evidence base. Adv Nutr. 2020;11(3):533–47. http://dx.doi.org/10.1093/advances/nmz132
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EDA. Milk Fat – Nutrition Fact Sheet. January 2025. 2025-01-06_EDA-Nutrition-Factsheet-Milk-Fat_final.pdf

La microbiota intestinal es un universo microscópico que, aunque no lo veamos, influye en muchos aspectos de nuestra salud. Aunque durante muchos años fue conocida como “flora intestinal bacteriana” o simplemente “flora intestinal”, hoy sabemos que la microbiota intestinal constituye un complejo ecosistema de microorganismos que habitan en el intestino y que interactúan con nuestro organismo de forma simbiótica. De hecho, algunos autores la consideran “un órgano más” por su capacidad para influir en procesos tan diversos como la digestión, la inmunidad, el metabolismo o incluso el estado de ánimo.
La microbiota intestinal es el conjunto de microorganismos (principalmente bacterias) que habitan en el intestino humano, mayoritariamente en el colon. El intestino comienza a poblarse desde el momento del parto, y su composición se estabiliza durante los primeros años de vida. Factores como el tipo de parto, la lactancia materna, la alimentación, el uso de antibióticos y el entorno influyen en su desarrollo y diversidad.
La microbiota intestinal está compuesta principalmente por bacterias de los filos Firmicutes y Bacteroidetes, que suponen aproximadamente un 90% y, en menor medida, por los filos Actinobacteria, Proteobacteria, Fusobacteria y Verrumicrobia.
La microbiota intestinal no solo es diversa y única, sino también dinámica: cambia con la edad, el estilo de vida, el entorno y la dieta, entre otros factores. Su equilibrio es fundamental para la salud, y su alteración —conocida como disbiosis— se ha relacionado con múltiples enfermedades. En condiciones saludables, hablamos de una “microbiota sana”, en un estado de equilibrio llamado eubiosis. Cuando este equilibrio se rompe, puede producirse una disbiosis, caracterizada por un aumento de patógenos oportunistas, una reducción de bacterias comensales beneficiosas, o ambos fenómenos, lo que compromete la homeostasis intestinal y sistémica.
La microbiota intestinal no es solo una comunidad pasiva, sino un actor clave en múltiples procesos fisiológicos. Entre sus funciones más relevantes, se encuentran:
Aunque a menudo se usan como sinónimos, microbiota y microbioma no significan exactamente lo mismo.
En concreto, en el estudio del microbioma humano, destaca el Human Microbiome Project (HMP), un proyecto impulsado por el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos (NIH), que ha contribuido a caracterizar la diversidad microbiana del cuerpo humano y a comprender su papel en la salud y en diversas patologías.
Cabe mencionar que, en algunos contextos, especialmente en el uso más estricto, microbioma se ha empleado exclusivamente para referirse al conjunto del material genético de la microbiota (lo que hoy suele llamarse metagenoma).
La dieta es uno de los factores que más influyen en la composición y diversidad de la microbiota intestinal. En concreto, una dieta rica en fibra, como la dieta mediterránea o la dieta vegetariana, favorece el crecimiento de bacterias beneficiosas productoras de AGCC, como el butirato, que sirven como fuente de energía para las células del colon, refuerzan la integridad de la barrera epitelial y modulan la inflamación. Este tipo de alimentación rica en fibra puede considerarse una “alimentación prebiótica” porque estimula selectivamente el crecimiento y la actividad de microorganismos beneficiosos en el intestino.
Más allá de centrarse en alimentos individuales, lo más importante es adoptar un patrón alimentario saludable y equilibrado, como la dieta mediterránea, rica en alimentos de origen vegetal, fibra, polifenoles y grasas saludables. Además, la respuesta de la microbiota a la dieta puede variar entre personas según factores como la genética, el entorno, el uso de antibióticos y la dieta previa. Aún se necesitan más estudios para establecer relaciones causales firmes entre alimentos concretos y cambios específicos en la microbiota.
Para mantener una microbiota equilibrada (eubiosis) y prevenir una microbiota alterada (disbiosis), que se ha asociado con diversas enfermedades, se recomienda:
En casos de disbiosis, el tratamiento de la microbiota alterada puede incluir cambios en la dieta y el estilo de vida, y el uso de probióticos, prebióticos o simbióticos (probióticos + prebióticos), bajo supervisión por parte de un profesional de la salud.
Matenchuk BA, Mandhane PJ, Kozyrskyj AL. Sleep, circadian rhythm, and gut microbiota. Sleep Med Rev. 2020;53:101340.

Los carbohidratos, también conocidos como hidratos de carbono o glúcidos, son uno de los tres macronutrientes junto con las proteínas y las grasas. Aunque muchas personas los asocian con alimentos como el pan o la pasta, lo cierto es que están presentes en una gran variedad de alimentos: leche, frutas, verduras, etc. Sigue leyendo para descubrir qué son los carbohidratos, los diferentes tipos que existen, su función en el organismo y cómo se encuentran específicamente en los lácteos.
Los carbohidratos son compuestos orgánicos formados fundamentalmente por carbono (C), hidrógeno (H) y oxígeno (O), cuya función principal es proporcionar energía. Cuando se habla de carbohidratos, qué son y cómo actúan en el cuerpo, es importante entender que no todos son iguales ni tienen el mismo efecto en el organismo.
Los carbohidratos están presentes en una amplia variedad de alimentos. Entre los alimentos que son fuente de hidratos de carbono en la dieta se encuentran los cereales (como la pasta o el arroz), los tubérculos (como la patata), las legumbres, las frutas, las verduras y los lácteos. También se encuentran, pero no de forma natural, en los azúcares añadidos en alimentos procesados y bebidas.
Los carbohidratos suelen clasificarse en base a su estructura química:
Cada tipo de carbohidrato tiene un impacto diferente en el cuerpo. Por ejemplo, los monosacáridos, como la glucosa, se absorben rápidamente, mientras que los polisacáridos, como el almidón, al ser más complejos, tienden a digerirse más lentamente, proporcionando energía de forma más prolongada y sostenida. Sin embargo, también influye el tipo de alimento que lo contiene y cómo se prepara: por ejemplo, el almidón se digiere más rápidamente en el puré de patata que en la pasta integral, provocando un aumento más rápido de la glucosa en sangre.
Los monosacáridos y disacáridos también pueden clasificarse como azúcares simples. En cambio, el término “azúcar” en singular, se utiliza para referirse a la sacarosa o azúcar de mesa.
Además, es importante distinguir entre los distintos tipos de azúcares: los azúcares intrínsecos están presentes de forma natural en los alimentos (por ejemplo, la lactosa en la leche); los azúcares añadidos son incorporados durante el procesamiento o preparación de los alimentos; y los azúcares libres abarcan tanto los añadidos como los presentes de forma natural en miel, jarabes y zumos de frutas. La OMS recomienda limitar el consumo de azúcares libres a menos del 10 % de la ingesta calórica total diaria.
Dentro de los distintos carbohidratos hay un tipo especial: la fibra dietética. Se trata de compuestos presentes en alimentos de origen vegetal —como frutas, verduras, legumbres y cereales integrales— que son resistentes a la digestión y absorción en el intestino delgado. La fibra abarca un conjunto de carbohidratos no digeribles, entre los que se incluyen polisacáridos no almidonados (celulosa, hemicelulosa, pectina, mucílagos, gomas, inulina), oligosacáridos como los FOS y los GOS, almidón resistente y lignina (que aunque no es un carbohidrato, se considera fibra por su comportamiento fisiológico similar). En adultos, la OMS recomienda consumir al menos 25 g al día de fibra dietética presente de forma natural en los alimentos.
Los hidratos de carbono desempeñan múltiples funciones esenciales:
Por ello, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) propone que los carbohidratos aporten entre el 45 % y el 60 % de la ingesta calórica total diaria, tanto en adultos como en niños mayores de un año.
Los lácteos, como la leche, el yogur o el queso, contienen carbohidratos en forma de lactosa de manera natural, un disacárido compuesto por los monosacáridos glucosa y galactosa. La cantidad de lactosa varía según el tipo de lácteo, su proceso de elaboración o su grado de maduración.
Sí, la leche contiene hidratos de carbono de manera natural en forma de lactosa: aproximadamente 4,5 gramos por cada 100 ml de leche de vaca. La cantidad de lactosa suele mantenerse constante tanto en la leche entera, como en la semidesnatada y la desnatada.
No existe una leche completamente libre de carbohidratos de forma natural, ya que la lactosa es un componente intrínseco de la leche.
Sin embargo, a pesar de contener azúcares, la leche tiene un índice glucémico bajo. Esto significa que su consumo provoca un aumento moderado y sostenido de la glucosa en sangre, lo que la convierte en una buena opción incluso para personas que buscan controlar su glucemia.
Además, es importante recalcar que la leche sin lactosa sí contiene hidratos de carbono, solo que en forma de glucosa y galactosa.
Sí, pero no todos los quesos tienen la misma cantidad de hidratos de carbono (lactosa): su contenido varía en función del grado de maduración. Los quesos curados o muy maduros contienen cantidades mínimas de carbohidratos, ya que la lactosa se degrada durante el proceso de maduración. En cambio, los quesos frescos, conservan más lactosa.
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EFSA. Panel on Dietetic Products, Nutrition and Allergies (NDA). Scientific Opinion on Dietary Reference Values for carbohydrates and dietary fibre. EFSA J 2010;8(3):1462.
Organización Mundial de la Salud. (2023). Ingesta de carbohidratos en adultos y niños: resumen de la directriz de la OMS.
World Health Organization. (2015). Guideline: sugars intake for adults and children.

La leche es uno de los alimentos más completos que existen: aporta proteínas, grasas, vitaminas, minerales, pero… ¿La leche tiene azúcar? La respuesta es sí, pero es importante entender qué tipo de azúcar (carbohidrato) contiene, en qué cantidad y por qué no debe confundirse con el “azúcar de mesa”. En este artículo, aclaramos todas estas cuestiones.
Sí, la leche tiene azúcar, pero no en el sentido en que comúnmente se entiende el término “azúcar” como sinónimo de azúcar de mesa o sacarosa. El azúcar presente en la leche es la lactosa, un tipo de glúcido o hidrato de carbono que forma parte de su composición de forma natural.
La lactosa es un disacárido compuesto por dos azúcares más sencillos: glucosa y galactosa. Está presente de forma natural en la leche y no se trata de un azúcar añadido durante el procesamiento. Por lo tanto, cuando hablamos de que la leche contiene azúcar, nos referimos a un azúcar intrínseco, no a un azúcar añadido.
La cantidad de azúcar (lactosa) que contiene la leche de vaca es de media 4,6 g – 4,7 g por cada 100 ml.
Es importante destacar que esta cantidad no varía significativamente entre la leche entera, semidesnatada o desnatada, ya que el contenido de lactosa no depende de la cantidad de grasas. Por tanto, si te preguntas cuánto azúcar tiene la leche entera, la respuesta es que tiene prácticamente la misma que en otras versiones.
La leche contiene lactosa de manera natural. Concretamente, la lactosa es un disacárido; es decir, un azúcar o carbohidrato compuesto a su vez por dos azúcares más sencillos: la glucosa y la galactosa.
La lactosa es el hidrato de carbono mayoritario de la leche, y no debe confundirse con la sacarosa (azúcar de mesa). Su función va mucho más allá de aportar energía: participa en procesos clave del organismo.
Por ejemplo, la galactosa que forma parte de la lactosa interviene en la síntesis de glucolípidos cerebrósidos, compuestos esenciales para el desarrollo neurológico temprano, y en la formación de glucoproteínas, que cumplen funciones estructurales y metabólicas. Además, la lactosa facilita la absorción de calcio en el intestino, lo que refuerza el papel de la leche como fuente de este mineral fundamental para fortalecer huesos y dientes.
Aunque en cantidades muy pequeñas, la leche contiene otros hidratos de carbono no absorbibles, como los oligosacáridos, que podrían tener propiedades prebióticas para la microbiota intestinal, actuando como una fibra soluble.
Una duda frecuente es si la leche sin lactosa tiene azúcar. La respuesta es sí, pero no se trata de azúcares añadidos. La diferencia es que en este tipo de leche, la lactosa ha sido previamente descompuesta en sus dos azúcares simples: glucosa y galactosa. Este proceso se realiza mediante la adición de enzima lactasa, lo que permite que personas con intolerancia a la lactosa puedan digerirla sin molestias.
Aunque la lactosa ya no está presente como tal, la leche sin lactosa sigue conteniendo azúcares (glucosa y galactosa), y su contenido total de hidratos de carbono es muy similar al de la leche tradicional. De hecho, puede percibirse como más dulce debido a que la glucosa y la galactosa tienen un sabor ligeramente más dulce que la lactosa, aunque no se haya añadido azúcar.
Si bien la leche contiene azúcar en forma de lactosa, este tipo de azúcar es natural, intrínseco y no añadido. Por tanto, no es necesario evitar la leche por su contenido de azúcar, especialmente si no existe intolerancia a la lactosa.
En resumen:
Tanto la leche entera, como la semidesnatada, la desnatada o la sin lactosa contienen azúcares de forma natural, no añadidos, y su consumo es perfectamente compatible con una dieta saludable y equilibrada.
Bibliografía

Las alergias e intolerancias alimentarias afectan cada vez a un mayor número de personas. Entre el 1 y el 3 % de las personas sufren alergias alimentarias, con consecuencias adversas para la salud como resultado del consumo de determinados alimentos. Aunque a menudo el término intolerancia alimentaria y el término alergia alimentaria se confunden, se trata de dos reacciones adversas a los alimentos muy diferentes, con distintas causas y síntomas.
Muchas personas no tienen muy clara la diferencia entre alergia e intolerancia alimentaria. Una alergia alimentaria es una reacción adversa debida a un mecanismo inmunológico (mediado o no mediado por inmunoglobulina E (IgE)). Puede desencadenarse incluso con cantidades mínimas del alimento implicado y generar desde síntomas leves hasta reacciones graves, como la anafilaxia. Las proteínas presentes en los alimentos implicados -los llamados alérgenos- son las responsables de esta respuesta.
En cambio, una intolerancia alimentaria es una reacción adversa no inmunológica. Se produce cuando el cuerpo no es capaz de digerir o metabolizar correctamente ciertos componentes de los alimentos. Las intolerancias alimentarias suelen ser más difíciles de caracterizar, ya que pueden estar causadas por componentes alimentarios no proteicos (la lactosa, por ejemplo). En el caso de la intolerancia a la lactosa, el organismo no produce suficiente lactasa, la enzima necesaria para descomponer este azúcar. Este tipo de reacciones suelen depender de la cantidad ingerida y no son tan graves como las alergias, aunque sí pueden causar un malestar importante en las personas que la sufren.
Los síntomas de una alergia alimentaria varían en intensidad y velocidad de manifestación. Las alergias alimentarias se producen cuando el sistema inmunitario reacciona ante un alimento que, en personas no alérgicas, sería inofensivo. Esta respuesta se activa cuando una persona sensibilizada entra en contacto con ese alimento, ya sea al ingerirlo (la forma más habitual) o, en casos más severos, simplemente al tocarlo o inhalar partículas en el aire.
Desde el punto de vista inmunológico, se distinguen dos tipos principales de alergia alimentaria:
Los síntomas más comunes de las alergias alimentarias suelen afectar a la piel (como enrojecimiento, picor, urticaria o hinchazón en labios y párpados), al sistema digestivo (dolor abdominal tipo cólico, vómitos, diarrea, picor en boca y garganta) y al sistema respiratorio (rinitis o incluso asma inducida por alimentos).
En los casos más graves, la reacción puede escalar a un shock anafiláctico, una respuesta sistémica que compromete varios órganos simultáneamente, y que requiere intervención médica urgente y puede llegar a ser mortal si no se trata a tiempo.
Por el contrario, los síntomas de las intolerancias alimentarias están relacionados principalmente con el sistema digestivo y suelen aparecer de forma más lenta, generalmente entre una y varias horas después de la ingesta del alimento. Los signos más frecuentes incluyen hinchazón abdominal, flatulencia, cólicos, diarrea y náuseas. A diferencia de las reacciones alérgicas, su intensidad suele depender de la cantidad consumida y del umbral de tolerancia individual. Esto significa que algunas personas pueden tolerar pequeñas cantidades sin presentar síntomas. Además, este tipo de reacciones no implican riesgo vital ni afectan al sistema inmunitario, aunque pueden interferir de forma significativa en la calidad de vida si no se identifican y gestionan correctamente.
Los alimentos que provocan alergias alimentarias no son los mismos en todas las etapas de la vida. Según la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN), el 75 % de las reacciones alérgicas en la infancia se deben a solo cinco alimentos: el huevo, el cacahuete, la leche de vaca, el pescado y los frutos de cáscara como nueces, almendras o avellanas. La alergia a la proteína de la leche de vaca (APLV) y la alergia al huevo son ejemplos típicos de alergias alimentarias en bebés. Sin embargo, en adultos, la situación cambia significativamente: alrededor del 50 % de las reacciones alérgicas se deben a la alergia al apio, la alergia a los frutos de cáscara (frutos secos) y la alergia a los cacahuetes.
Parte de esta evolución puede explicarse por factores de exposición: por ejemplo, la leche es un alimento básico en la dieta infantil, mientras que el consumo de mariscos es más frecuente en adolescentes y adultos. Sin embargo, también se cree que intervienen procesos de maduración inmunológica y fisiológica, lo que justificaría en parte por qué algunas alergias desaparecen y otras persisten o se manifiestan más adelante en la vida.
Todos estos alimentos están incluidos entre los alérgenos de declaración obligatoria según el Reglamento (UE) 1169/2011, lo que significa que su presencia debe estar claramente indicada en el etiquetado, incluso en trazas, para proteger a quienes padecen alergias e intolerancias alimentarias.
En la Unión Europea, existen 14 alérgenos de declaración obligatoria que deben aparecer claramente indicados en el etiquetado de los alimentos o estar a disposición del consumidor en el caso de alimentos no envasados. Esta normativa busca proteger a las personas con alergias e intolerancias, ya que incluso cantidades mínimas de estos alimentos pueden desencadenar reacciones adversas.
1. Cereales que contengan gluten, a saber: trigo (como espelta y trigo khorasan), centeno, cebada, avena o sus variedades híbridas y productos derivados, salvo:
a) jarabes de glucosa a base de trigo, incluida la dextrosa;
b) maltodextrinas a base de trigo;
c) jarabes de glucosa a base de cebada;
d) cereales utilizados para hacer destilados alcohólicos, incluido el alcohol etílico de origen agrícola.
2. Crustáceos y productos a base de crustáceos.
3. Huevos y productos a base de huevo.
4. Pescado y productos a base de pescado, salvo:
a) gelatina de pescado utilizada como soporte de vitaminas o preparados de carotenoides;
b) gelatina de pescado o ictiocola utilizada como clarificante en la cerveza y el vino.
5. Cacahuetes y productos a base de cacahuetes.
6. Soja y productos a base de soja, salvo:
a) aceite y grasa de semilla de soja totalmente refinados;
b) tocoferoles naturales mezclados (E306), d-alfa tocoferol natural, acetato de d-alfa tocoferol natural y succinato de d-alfa tocoferol natural derivados de la soja;
c) fitosteroles y ésteres de fitosterol derivados de aceites vegetales de soja;
d) ésteres de fitostanol derivados de fitosteroles de aceite de semilla de soja.
7. Leche y sus derivados (incluida la lactosa), salvo:
a) lactosuero utilizado para hacer destilados alcohólicos, incluido el alcohol etílico de origen agrícola;
b) lactitol.
8. Frutos de cáscara, es decir: almendras (Amygdalus communis L.), avellanas (Corylus avellana), nueces (Juglans regia), anacardos (Anacardium occidentale), pacanas [Carya illinoensis (Wangenh.) K. Koch], nueces de Brasil (Bertholletia excelsa), pistachos (Pistacia vera), nueces macadamia o nueces de Australia (Macadamia ternifolia) y productos derivados, salvo los frutos de cáscara utilizados para hacer destilados alcohólicos, incluido el alcohol etílico de origen agrícola.
9. Apio y productos derivados.
10. Mostaza y productos derivados, excepto:
ácido behénico con un mínimo del 85 % de pureza y obtenido tras dos fases de destilación utilizado en la fabricación de los emulgentes E470a, E471 y E477.
11. Granos de sésamo y productos a base de granos de sésamo.
12. Dióxido de azufre y sulfitos en concentraciones superiores a 10 mg/kg o 10 mg/litro en términos de SO2 total, para los productos listos para el consumo o reconstituidos conforme a las instrucciones del fabricante.
13. Altramuces y productos a base de altramuces.
14. Moluscos y productos a base de moluscos.